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Contra la belleza

Le abroché cada botón de la camisa y sentí que en cada uno se iba un beso en su pecho, que lo abotonaba con besos. A ese cuerpo, a ese viejo, que más allá de mis recuerdos sí se había hecho cada vez más pequeño. A ese Benmoussa, al Youssef Benmoussa que había huido de Tánger en un barco y en brazos de su madre, para armar una vida en Túrquia, convertirse en médico, después en esposo de una cantante en Berlín y, finalmente, morir en Trieste con el pasatiempo del mar (la pesca), la literatura y una hija que podría haber sido su nieta. Pero antes de que terminara entró a la habitación otra mujer, su último amor o pareja. Una elegante y enigmática señora eslovena de nombre Nina, y en cuanto vio el cuerpo de mi padre, se derrotó como un niña y le salió una voz minúscula y de muy adentro que solo dijo:
—Amore! —y se tumbó a abrazar ese cadáver, y lo besó y besó, besando ya una piel y no una persona.

«¿Qué despedida puede ser suficiente?», evalué internamente y me alejé unos pasos para dejarle espacio a esa mujer.

Cuando Nina se levantó, nos saludamos de beso y abrazo. Juntas retomamos la tarea de vestirlo. Ella había traído consigo mejores ropas que las que estaban en la clínica, así que nos tocó desvestirlo de nuevo y luego colocar las nuevas prendas. Entre las dos fue todo mucho más sencillo, con una coordinación tan silente como natural. Pero nunca voy a olvidarme de lo pesadas que resultaban esas manos de cirujano, sus pies grandes, su cabeza calva. De ahí la expresión “peso muerto”, de ahí que muchas veces en este mundo he sentido que lo que somos y hacemos como sociedad es manipular un cadáver, un mundo que pretende seguir vivo y, sin embargo, hace muchos años que ya nos abandonó…

 

Del Libro: “Contra la belleza” de Damián Comas.