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Cuando mi padre llegó a México

Cuando mi padre llegó a México venía con menos de treinta dólares en el bolsillo y tan flaco que se le chupaba el rostro. Había huido de su país. Era un expresidiario que había sido torturado con tantos golpes en la cabeza que años después lo dejarían ciego de un ojo. ¿Por qué? No por ser un criminal, sino por pensar diferente, por querer un país mejor, por ser lo que hoy, en México, algunos denigran como “un chairo” o un libre pensador; por ser también lo que en esta época se teme ser e, indudablemente, va en decremento: un educado con una posición moral frente al mundo.
Sin papel o identidad alguna, llegó a vivir en una casa para refugiados en la colonia Nápoles, CDMX. Desde las primeras semanas, caminó Ciudad Universitaria entera, facultad tras facultad. No había dinero ni para los autobuses. Pidió trabajo en cada rincón que se acercara a sus áreas, sin poder probarles que era geólogo, paleontólogo; sin poder probar siquiera que su nombre era real. Hasta que “rompiendo todas las normativas” en la Facultad de Ciencias le permitieron presentarse a concursar en un examen de oposición.
Como no tenía identidad tampoco podía sacar libros de la biblioteca, dentro de ella: la mayoría de los libros ya estaban tomados, y no tenía fondos para comprarse alguno (todavía no existía internet). Así que no le quedó otra opción que comprarse un cuaderno en blanco y buscarse un rincón para escribir día y noche todo lo que recordaba de las eras geológicas, del orden y valor de los minerales, de la ingeniería geofísica… Todo lo que, a pesar del calvario, había guardado por años en el disco duro de la memoria.
Semanas después ganó el examen al que asistió con una chaqueta y una camisa regaladas. Pero gracias a la burocracia siguió enflacando: tardaron más de seis meses en pagarle su primer sueldo, en registrar a un hombre sin identidad. Tuvo que pedir prestado a cada “conocido” hasta que un día, se plantó frente a una secretaria de la UNAM y, literalmente, dijo: “Señorita, he sido tratado por desnutrición. Si no me pagan hoy me voy a morir; no he comido en días”.
 
Y volvió a empezar. Después de ser pisoteado, torturado y huir de su patria para salvar la vida, volvió a empezar sin una queja, agradecido, con todas las herramientas que ya estaban dentro de su ser y gracias a todos los seres humanos que decidieron brindarle un lugar: desde la señorita de la UNAM que esa tarde se aplicó en “romper todas las normativas” para conseguirle su primer cheque, hasta las oficinas de la ONU en Río de Janeiro que le creyeron a un extraño argentino, sin papel alguno, y lo enviaron a México. Una segunda oportunidad para ejercer el derecho más básico y mucho más allá de todas las voluntades humanas: el derecho a la vida.
Fragmento de mi libro Retratos de mis otros yo. Hoy, compartido y dedicado a todos los que creen que son dueños de un suelo, a todos los que creen que pierden cuando salvan.